Ella era una chica de lo más corriente y él un tipo tan común que te atragantarías si, al estar comiendo, alguien te dijera que ha hecho algo extraordinario.
El caso es que no las tenían todas consigo, y estaban destinados a ser nadie si no se hubiesen conocido.
Dieron el uno con el otro a causa de la insólita combinación de sus respectivas torpezas: Ella se torció un tobillo cuando uno de sus tacones quedó atorado en una grieta de la acera y él, que iba buscando su cartera en todos los bolsillos de su indumentaria, no la vio y cayó de bruces al tropezar con ella.
Y ahí se miraron por primera vez: Ella tirando desesperada del zapato (que terminaría sin tacón) y él recordando de pronto que había dejado la cartera en casa. Dos torpes, dos seres destinados a fallar pero afortunados en haberse topado aunque fuese de aquella forma accidentada y ridícula.
Unos minutos después, ella caminaba coja con el tacón en la mano y él, que no tenía un centavo para el taxi, no se atrevió a pedir dinero y anduvo un rato detrás de ella (sus caminos coincidían) hasta que se atrevió a hablarle.
Bromeó sobre el incidente y ella, malhumorada, respondió que el asunto no tenía ninguna gracia. Él, un poco humillado por la rudeza de aquella respuesta, bajó la cabeza y dijo que sí, que ella tenía razón, que si él hubiese sido más cuidadoso no habría tropezado con ella.
La chica se apenó un poco por su brusquedad y reconoció que era un tipo dócil, como un cachorrito. Eso la conmovió y esbozó una sonrisa, pero sin atreverse a pedir disculpas. Él lo notó y pensó que si tuviese a su lado siempre a una persona que no mintiera, podría ser mejor en lo que se propusiera. Al mismo tiempo, la mujer se sorprendió pensando que si tuviese la certeza absoluta de que alguien (aunque fuese él) sería siempre amable y comprensivo con ella, podría ser feliz.
Caminaron más o menos juntos un tramo (a veces ella se adelantaba a propósito y, otras, él se retrasaba para no incomodarla) hasta que, al fin, ella hizo alto frente a la banca de un parque y dijo que no podía más, que tenía que descansar. Dijo aquello en voz alta como para que él la oyese y el tiempo se detuvo. Él quedó perplejo mirando el tacón roto en la mano de la chica y ella evaluando el gastado aspecto del traje que vestía su perseguidor.
Pasó una eternidad, pero en realidad fueron un par de segundos.
Se dejó caer en la banca y él, temblándole la voz, preguntó si le molestaría que la acompañase unos minutos… también estaba cansado y…
Se dijeron sus nombres e intercambiaron formalidades. Él descubrió que la franqueza de ella era imbatible y ella supo que ese chico torpe y desmañado era infatigablemente amable y cálido.
Cuando se levantaron de aquella banca, un par de horas después, fue porque comenzó a lloviznar pero también porque tenían prisa por iniciar toda una vida juntos.
De aquí.
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