Volteo a leer mi libro, de Kundera. Una frase me sumerge en un profundo pensamiento "Todas las mujeres miden el paso del tiempo según el interés o el desinterés que los hombres manifiestan por su cuerpo".
Un peatón se atraviesa por la calle, logrando que el chofer frene casi mortalmente, en .0001 segundos. La muchedumbre se ha vuelto loca. No respetan semáforos, ni señales de "alto"... sigo hablando de los peatones. Cargan tantas bolsas, tantas como sus manos se lo permitan. Caminan acompasadamente, volteando a ver los precios que se posan en cartulinas fluorescentes.
Uno de los vendedores bebe una malteada, de las que venden en el Mercado Municipal y que tiene por tapa alumnio. Un transeúnte se detiene a manosear una bolsa con jamoncillos, preguntando el precio. Las mercerías están a reventar.
Seguimos avanzando, la gente se pelea por abordar el camión. Más adelante, en una tienda de lencería masculina, un señor está sentado afuera, leyendo un periódico.
Así es, al fin salimos del centro de la ciudad. El infierno, en épocas decembrinas. Hay gente que va tan lento, que tienes que abrirte campo entre dos masas, dos muros, que si bien no te devuelven el golpe, te fulminan con una mirada.
Vuelvo a mi libro. Leer en el autobús es una forma de ganarle tiempo al tiempo.
Unas dos horas más tarde, almuerzan en el restaurante del hotel y hablan alegremente de la muerte. ¿De la muerte? El jefe de Chantal le ha pedido que pensara una campaña publicitaria para las pompas fúnebres Lucien Duval.
-No te rías- dijo ella riendo.
-¿Y no se ríen ellos?
-¿Quiénes?
-Pies tus compañeros de trabajo. ¡Hacer publicidad de la muerte! La idea misma ya es descaradamente graciosa. ¡Vaya con el viejo trotskista de tu director! A ti siempre te ha parecido inteligente.
-Es inteligente. Lógico como un bisturí. Sabe de Marx, de psicoanlálisis, de poesía moderna. Le gusta contar que, en la literatura de los años veinte, en Alemania o no sé dónde, había una escuela poética de lo cotidiano. Según él, la publicidad responde a posteriori a esa corriente poética. Convierte en poesía los simples objetos de la vida. Gracias a ella lo cotidiano se ha puesto a cantar.
-¿Y qué hay de inteligente en esas tonterías?
-El tono de cínica provocación con el que lo dice.
-¿Se ríe o no se ríe tu jefe cuando te encarga la publicidad de la muerte?
-Sonreía con una sonrisa distante; eso siempre queda elegante y, cuanto más poderoso eres, más te sientes obligado a ser elegante. Pero su sonrisa distante nada tiene que ver con una rosa como la tuya. Y él es muy sensible a ese matiz.
-Entonces ¿Cómo puede soportar la tuya?
-Pero, Jean.Marc, ¿tú qué crees? Yo no me río. No olvides que tengo dos caras. He aprendido a extraer de eso cierto placer, a pesar de que no es nada fácil tener dos caras. ¡Exige esfuerzo y disciplina! Deberías comprender que todo lo que hago, de buena o mala gana, lo hago con la ambición de hacerlo bien. Aunque sólo sea para no perder mi empleo. Y es muy difícil trabajar lo mejor que puedes y al mismo tiempo despreciar tu trabajo.
-Oh, sí, tú eres capaz, tú puedes hacerlo, eres genial -dijo Jean-Marc.
-Sí, es cierto, puedo tener dos caras, pero no quiero ponérmelas al mismo tiempo. Contigo me pongo la cara burlona. Cuando estoy en la oficina, me pongo la cara seria. Por ejemplo, a mí me llegan las solicitudes de empleo de quienes aspiran a trabajar con nosotros. Me toca a mí dar una opinión positiva o negativa. Algunos, en su solicitud de trabajo, se expresan en una lenguaje perfectamente modernos, con todos los lugares comunes, en la jerga adecuada, con todo el debido optimismo. No es necesario verles ni hablar con ellos para saber que los odio. Pero sé que son ellos los que se dedicarán a fondo a su trabajo. Luego están los que, sin duda, en otros tiempos, se hubieran dedicado a la filosofía, a la historia del arte, a la enseñanza del francés, pero que hoy, a falta de otra cosa, casi con desesperación buscan un trabajo en nuestra empresa. Sé que secretamente desprecian el puesto que solicitan y que por lo tanto son mis semejantes. Y tengo que decidir.
Milán Kundera, "La identidad".
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